Soy periodista de una generación que luchó con fuerza y con miedo durante la dictadura. No una vez al mes, no una vez por semana. No. Una vez todos los días.

Por Odette Magnet

Periodista

Entonces cayó septiembre. Como una bomba lanzada desde los Hawker Hunters, a mediodía de ese 11 de 1973, en Santiago de Chile. Más de alguien dirá por qué seguimos conmemorando, una forma distinta de decir por qué seguimos recordando en forma majadera lo que ya sucedió hace tanto tiempo, demos vuelta la página, hasta cuándo, por dios. Entendamos que se trata de un día normal de trabajo, como ha reiterado el Gobierno. Pero la verdad, nos guste o no, ese martes fatal sigue clavado en la memoria. Nos liquidó o nos salvó. Qué patético, qué patriótico.

Desde entonces, tengo dos imágenes: una enorme masa de ganado al matadero y una botella de champán. Sangre y burbujas. No sé qué hacer con ninguna de las dos. Ambas me duelen y me persiguen en este septiembre tricolor. Me rompe el corazón, me quita el sueño y el aire. El ruido de esos aviones me revienta en los oídos. Mi dolor no tiene duelo.

Soy periodista de una generación que luchó con fuerza y con miedo durante la dictadura. No una vez al mes, no una vez por semana. No. Una vez todos los días. Sigo viva con el miedo y no hay nada que hacer y comienzo la crónica sobre el desaparecido o secuestrado o quemado o degollado de la semana. La memoria prohibida, la palabra censurada, la mujer dinamitada, el falso enfrentamiento, la fuga que no fue. Los dedos me tiritan sobre el teclado de la máquina de escribir y antes de firmar mi texto atajo una lágrima a punto de caer sin permiso.

Sin tregua, con miedo. Siempre con miedo. Con la mano temblando al prender un cigarrillo, al abrir la puerta de la casa, al levantar el auricular, al abrazar a mi hija, al mojar las sábanas en la noche, al sentir el taxi que pasa por mi lado y yo apuro el tranco y mi espalda se tensa porque ahora sí, ahora sí que me disparan por detrás. Pero no, quizás mañana.

El mañana se convirtió en otro mañana y con los años me atreví a pronunciar la palabra futuro.

Me he demorado 47 años en decirlo así. Qué patético, qué patriótico.

Será la pandemia, el encierro, el Paso a Paso. De nuevo el miedo. El terror del contagio, de morir, de no poder respirar ni despedirse. Te vas sola, muda, sin fotógrafos ni músicos. Sangre y burbujas. Soy un número más y con suerte me incorporarán al balance semanal.

Entonces cayó septiembre, mes de la patria: los volantines al viento, la fonda que no fue, la empanada que se enfría, la cueca sola, cada vez más sola, la ola contra la roca, la espuma se eleva suspendida en el aire. Viva Chile, mierda. Todo sucede en silencio, en cámara lenta. No hay testigos de nada. La sala común del hospital de pronto quedó vacía, igual que la playa y el parque de entretenciones.

Me tiembla el mentón cuanto trato de regalarle una palabra de consuelo a mi vecina que perdió a su padre una noche cualquiera de pandemia. Un hombre amable, un adulto mayor, como dicen los cursis. De la tercera edad. ¿Habrá una cuarta?

Quisiera creer que aprendimos del miedo, de los Hawker Hunters, de la pandemia que dejó nuestras miserias al desnudo, nos despojó de todo, nos arrancó el alma y quedamos a la intemperie como un árbol arrancado de raíz. La cuarentena interminable, Rechazo o Apruebo, el futuro incierto, nunca seremos los mismos. El grito, el empujón, la cachetada puertas adentro, con estado de sitio, y qué importa si los cabros chicos están mirando, esta vez sí hay testigos pero si abres la boca te mato, perra. Ni una menos.

Sangre y burbujas.

No me interesa vencer. Ni siquiera tener la razón. Tampoco volver a lo que fuimos. Quisiera apostar al cambio, a ese mañana que vivo de yapa hace tantos años. Quisiera creer que podemos construir un país distinto y mejor. Añoro vivir en una patria que alcance para todos, en paz, con tolerancia y equidad, sin privilegios ni excepciones. Sin muros de sospecha, con puentes de confianza. Ahora es cuando. Cuando ya no nos queda nada. Solo el miedo. Se nos acabaron las excusas y los argumentos sosos. Ya no podemos echarle la culpa a nadie aunque todo sigue igual: el machismo, el racismo, el clasismo, el feminismo y el oportunismo. Los errores y los aciertos nos pertenecen solo a nosotros.

Imposible eludir el reto. Más bien quisiera ser parte del reto. Abrazarlo con ganas y que el entusiasmo sea tan contagioso como el bicho. Es ahora o nunca. La pandemia nos puede dejar un gran regalo: la oportunidad de comenzar de nuevo. Sin miedo. Un enorme desafío pendiente: pintar un país que se estira y se tiende como un enorme telón blanco, sin la estridencia de los índices macroeconómicos y los eslóganes publicitarios.

El reto puede resultar fascinante. Podemos hacer de Chile lo que queramos. Se nos acabaron las excusas porque también se acaba el tiempo. La ira del llamado estallido social aún retumba en mis oídos como el vuelo rasante de los Hawker Hunters. También me duele. Y quizás no baste con un plebiscito ni una nueva Constitución. Quizás tengamos que aprender de nuevo que la verdadera modernidad nace de la convivencia democrática, de la justicia, la participación. La genuina globalización se traduce en hacernos responsables no solo de los éxitos individuales sino también de los fracasos colectivos. Asumir el pasado pero también el futuro. No una vez al mes, no una vez por semana. No. Una vez todos los días. Sin tregua. Hasta que la dignidad se haga costumbre.

Sangre y burbujas.

 

Publicado por El Mostrador