Esos ojazos chispeantes iluminarán por siempre a quienes escojan este noble oficio de ser reportera.

Por Oriana Zorrilla

 

 

Conocimos a Manola Robles cuando éramos principiantes en la vida y en el periodismo. Era una muchacha bella, inteligente, entretenida y de carácter.

¿Quién podría olvidar sus ojos grandes inquisidores con esa magia de querer abarcarlo todo, su risa escandalosa de carcajadas incontenibles, sus “salidas de madre” cuando algo no iba bien, sus palabras y palabrotas,  sus dulzuras bien escondidas para que no la creyeran débil?

Era de pasión pura y dura, de cantos y amistades, de largas «conversas» y de rabietas al no obtener la primicia o el golpe noticioso. Así y todo, era puro colectivo, amiga y compañera, amada y amante, una mamá dedicada. Pero, por sobre todo era una periodista innata, revoltosa y busquilla.

¿Quién puede olvidar esa figura pequeña y delgada con su pelo amarrado en una cola de caballo,  y esa pinta andaluza heredada de un viajero del Winnipeg?

Manola era la que preguntaba impertinencias o hacía callar a los desordenados. También era algo arbitraria porque claramente la única desordenada podía ser ella.

Hablar de Manola Robles es revivir el periodismo de otros tiempos, de esos reporteos para el diario “Última Hora” en “la Pesca”, la sala de reuniones para los periodistas que cubrían el frente policial en Investigaciones. Ella sola, en medio de puros hombres.

Era la época de la Quinta de Recreo San Ramón, ubicada en calle Teatinos. Bajo un largo parrón, entre abundantes platos y un buen tinto, se discutía no sólo de la noticia espectacular sino que había intercambio de opiniones políticas, e incluso se daba el tiempo de filosofar sobre la vida y sus recodos.

Los infaltables: Tiro Fijo, el cabeza de ajo Norambuena, el Chino Muray, Raúl Peña Soyer, su compadre Guillermo Torres, Rafael López, Rafael Urbina y Don Casca. Qué de cuentos y qué de historia surgían al calor de la amistad y del compañerismo.

No existían los “frentes” periodísticos vedados para ella, por eso fue una excelente periodista del sector económico. Felidor Contreras, uno de los más viejos en “la Ruca” la recuerda: “era casi una niña y una experta porque aprendía rápido, absorbía las realidades en minutos y con la misma rapidez se preparaba para contar las noticias que eran necesarias”.

Como a tantos chilenos y chilenas el Golpe de Estado le quebró la vida en dos. La incertidumbre y la cesantía la convirtieron en una “poco formal secretaria” de un médico. Y aunque ese trabajo -tan diferente- se prolongó por un par de años, el periodismo la obligó a emprender tareas informativas audaces y peligrosas  que cumplió con una valentía sin límites. Similar coraje que ofrendó en su trabajo de faceta más pública en radio Cooperativa, su casa de tantos años.

Mónica Silva Monge fue certera al decir “rehuyó el periodismo de rebaño, y su carácter profesional estuvo marcado por el rigor y la precisión”.

Es imposible enumerar las enseñanzas que fue dejando en sus más de cincuenta años de ejercicio profesional. Maestra en la cátedra y en las salas de redacción es la mejor exponente de un periodismo valiente, incisivo, audaz reportera de primera línea entre bombas y “aguas del guanaco”.

Espontánea y estricta, un ejemplo para las generaciones que estarán obligadas a conocer su historia no sólo para que ella viva, sino que para entender lo que es el periodismo de verdad.

Vivimos de cerca y de lejos esa vida. Sin embargo, al recordarla cuando dejábamos a nuestros hijos en una Sala Cuna gratuita en la calle Sargento Aldea y caminando cuadras y cuadras, pensando y repensando en qué haríamos de nuestras vidas en esos tiempos tan duros, solo atino a recordar un poema de la época: “No quiero que a esos ojazos los atormente un quebranto, ni que los invada el llanto opacando esos chispazos que los hacen majestuosos, tiernos, bellos, amorosos”.

Esos ojazos chispeantes iluminarán por siempre a quienes escojan este noble oficio de ser reportera.